Es probable que la gente que hay allí llevara un buen rato, ya que el grado de alcoholemia se intuye por los movimientos de cadera de las gringas con los ticos. Vaya follón. Muchas chicas rubias de movimientos ortopédicos que intentan imitar los suaves pasos de los ticos que siguen el ritmo de la música reguetoniana que está sonando. Para mayor sorpresa imaginen quién estaba apoyado en la pared a nuestra derecha…. El taxista!! Le invitamos a una birra, se la bebe mientras conversamos y se despide de nosotros.
Como buenos españoles, no nos movemos de nuestro taburete junto a la barra. Apenas hablamos, nos dedicamos a mirar la estampa. Me encantan los ticos, qué ticos! Morenazos y con rastas, lo que me faltaba, rastas; ya me lo has dicho todo.
Comentamos lo bien que bailan las ticas. Una en concreto tiene un ritmo y un salero acojonante. Pelo muy rizado y largo, flaca y pequeña y de linda cara. Una gracia bailando digna de admirar. El chico que la lleva también lo hace muy bien, pero todos sabemos que a la hora de bailar salsa la chica es la que más se luce y el chico el que más se lo curra.
Nos pedimos otra birra. Y un tequila. Y un ron. Y otro ron. Nuestro punto de vista ya va cambiando y en una de esas José me saca a bailar. Luego nos cambiamos de lugar, nos vamos de la barra a la mesa. Continuamos alucinando con la gente de allí. Había una chica extranjera que no paraba de bailar con un tico, la chica lo intentaba. Qué fea era la jodida. Luego consigue unas cariocas y las intenta bailar mientras el tico le da alguna instrucción. No lo hace mal del todo.
La tica que bailaba tan bien está sentada cerca de nosotros, así que me arranco y me acerco para felicitarle por su arte. Muy amable y simpática me dice que cuando quiera quedamos y me enseña. Vuelvo a sentarme en la mesa con mis españoles. Están a punto de cerrar, serían las 2 de la mañana. La tica, antes de marcharse, me pide mi email y dice me agregará al facebook. (Ya lo ha hecho).
Cierran y nos vamos. Y dormimos a pierna suelta.
Sábado 24 de Julio. Montezuma.
Despertamos pronto. No recuerdo ya la hora, pero el ruido del cortacésped, la luz, el calor y el cambio de horario nos impiden seguir descansando. José se ducha y se va. Mientras, Álvaro y yo intentamos llevar la contraria y cerrar los ojos bien fuerte durante un rato más.
Nos levantamos y yo ni me ducho, ¿Para qué? ¡Nos vamos a la playa!
Antes de nada desayunamos. Unos batidos de frutas tropicales y por supuesto, el queridísimo Gallo Pinto.
Montezuma son dos calles, una perpendicular a otra; y sólo hay tiendas, sodas y hostales mochileros. Muchos puestos de jóvenes (o no) haciendo pulseras mientras las venden. Nos preguntamos dónde vivirá la gente de allí, se ve que las casas de los habitantes de Montezuma están en otro sitio algo más apartado.
Como buenos españoles, no nos movemos de nuestro taburete junto a la barra. Apenas hablamos, nos dedicamos a mirar la estampa. Me encantan los ticos, qué ticos! Morenazos y con rastas, lo que me faltaba, rastas; ya me lo has dicho todo.
Comentamos lo bien que bailan las ticas. Una en concreto tiene un ritmo y un salero acojonante. Pelo muy rizado y largo, flaca y pequeña y de linda cara. Una gracia bailando digna de admirar. El chico que la lleva también lo hace muy bien, pero todos sabemos que a la hora de bailar salsa la chica es la que más se luce y el chico el que más se lo curra.
Nos pedimos otra birra. Y un tequila. Y un ron. Y otro ron. Nuestro punto de vista ya va cambiando y en una de esas José me saca a bailar. Luego nos cambiamos de lugar, nos vamos de la barra a la mesa. Continuamos alucinando con la gente de allí. Había una chica extranjera que no paraba de bailar con un tico, la chica lo intentaba. Qué fea era la jodida. Luego consigue unas cariocas y las intenta bailar mientras el tico le da alguna instrucción. No lo hace mal del todo.
La tica que bailaba tan bien está sentada cerca de nosotros, así que me arranco y me acerco para felicitarle por su arte. Muy amable y simpática me dice que cuando quiera quedamos y me enseña. Vuelvo a sentarme en la mesa con mis españoles. Están a punto de cerrar, serían las 2 de la mañana. La tica, antes de marcharse, me pide mi email y dice me agregará al facebook. (Ya lo ha hecho).
Cierran y nos vamos. Y dormimos a pierna suelta.
Sábado 24 de Julio. Montezuma.
Despertamos pronto. No recuerdo ya la hora, pero el ruido del cortacésped, la luz, el calor y el cambio de horario nos impiden seguir descansando. José se ducha y se va. Mientras, Álvaro y yo intentamos llevar la contraria y cerrar los ojos bien fuerte durante un rato más.
Nos levantamos y yo ni me ducho, ¿Para qué? ¡Nos vamos a la playa!
Antes de nada desayunamos. Unos batidos de frutas tropicales y por supuesto, el queridísimo Gallo Pinto.
Montezuma son dos calles, una perpendicular a otra; y sólo hay tiendas, sodas y hostales mochileros. Muchos puestos de jóvenes (o no) haciendo pulseras mientras las venden. Nos preguntamos dónde vivirá la gente de allí, se ve que las casas de los habitantes de Montezuma están en otro sitio algo más apartado.
Nos vamos a la playa. Es un paisaje tan magnífico que se me ponen los pelos de punta mientras me pellizco para comprobar que no estoy soñando. Sí, está claro, si existe un Paraíso seguro que es como Montezuma. Nunca antes había visto unas olas con semejante altura, acojona. Es fantástico, llegan a alcanzar unos 3 ó 4 metros antes de romper, y cuando lo hacen se desmoronan en una blanca espuma de pequeñas burbujas hasta alcanzar la orilla. La arena es de granos de colores blancos y negros, más bien son como minúsculas piedrecitas.
La orilla termina en unas palmeras y árboles de naturaleza increíble; y el cielo allí está más bien nublado; aunque es bastante recomendable ponerse crema porque sol hay para largo.
Me meto al agua con unas ganas que no podía aguantar, pero me doy cuenta de que esta playa no es cómoda. Me explico, las olas son muy grandes, y sin querer tienen tanta fuerza que te empujan y no dejan que te hagas con el control de tu propio cuerpo; así que hay que estar pendiente de que no te pille una mientras estás despistado, porque sino prepárate a tragar agua salada mientras intentas no perder el traje de baño. Como yo.
Después de un rato de ejercicio físico peleando contra las olas me salgo a disfrutar más tranquilamente del paisaje. José, como se había levantado antes, había estado investigando y le habían avisado de que había unas cascadas. Anda,¿si? Qué twanis, vamos para allí. (*Apunte: Twanis es como chiva, algo que mola, que es guay).
Nos vamos hacia allí y a mi me da un poco de miedo resbalarme, ya que las sandalias que llevo son de todo menos apropiadas. El agua que baja por ahí está marrón, así que tampoco sabes lo que puede haber por ahí debajo. Con ayuda de mis compañeros consigo hacerlo más o menos bien.
Llegamos a un punto donde no sabemos cómo continuar, así que decidimos escalar una montaña imaginando que la cascada está por ahí. A mi me entra un poco de miedo, y no me veo capaz de hacerlo. En una de esas me voy a apoyar en un árbol y Álvaro consigue avisarme que no lo haga. Menos mal, era un árbol con pinchos, ¡Qué cabrón el árbol! Así que me medio pincho un poco el dedo, pero no es nada, menos mal que no pongo la mano entera, si no se me hubiera quedado como un colador.
Al final consigo escalar mientras no paro de quejarme, ¿y todo para que? Para nada, por ahí no se va a las cascadas. Hemos llegado a una carretera con una cuesta como la de la calle Palomar. Nos ponemos a subir y preguntamos a dos que bajan en moto, quienes nos chillan cuesta abajo que estamos confundidos. Así que lo damos por visto y nos volvemos a comer. Estábamos algo cansados, eso era porque no sabíamos la que nos quedaba aún… Nos pedimos nuestro plato de casado de pescado; eso es: arroz, frijoles, ensalada y corvina (exquisito).
Hace una calor impresionante, yo estoy todo el día sudando, (qué manera de sudar, por Dios), así que comemos en bañador. Con la tripa bien llena nos enteramos bien del paradero de las cascadas y nos aventuramos (de nuevo) hacia allí. Definitivamente decido jugármela, me quito las sandalias y comienzo a andar descalza. El camino cada vez es más complicado, ya no hay que saltar de roca en roca entre el agua, sino que hay que escalar montañas. Cada vez más difíciles de superar, así que mis sandalias en mi mano se empiezan a convertir en estorbo. Llega un momento donde me planteo dejarlas a mitad de camino. Le pillo el truco y me las pongo en la mano como si fueran pulseras (parezco un superhéroe a punto de metamorfosearme) y rezo para que no me pique ningún animal.
Llegamos a la primera cascada. Es muy grande y hay mucha agua, ya que estamos en época de lluvias, es por eso que baja tan revuelta y turbia. Vemos unos chicos de no más de 17 de edad que han conseguido llegar a la cascada y están sentados detrás de ella. Me da miedo, pero me quito el pantalón y me meto sin pensármelo dos veces; al fin y al cabo estaba empapada en sudor y a los gringos no les había pasado nada. El agua está fresca, buenísima.
José es un valiente y se mete en la cascada, se queda allí dentro mientras Álvaro y yo meditamos si hacer lo mismo. Lo hacemos. Vamos cuidadosamente agarrándonos por las rocas hasta que conseguimos estar muy próximos a la cascada. Cada vez cuesta más agarrarse por la corriente del agua. También por el ruido tan fuerte que tanto aturde y el agua que casi no deja abrir los ojos. Me meto. Estoy muy nerviosa porque nunca he tenido una experiencia así, me da miedo, pero a la vez me gusta. Pero no me gusta. Después de un segundo ahí dentro me agobio. Respirar es un poco difícil por el agua, e intentar ver algo también. Oigo que José dice que se va a salir de la cascada, así que le pido, con el hilo de voz que me sale, que me ayude a salir también. Me encantó la sensación durante y después.
Unos canadienses nos preguntan si sabemos cómo ir a las otras cascadas, así que vamos con ellos a investigar el camino. Este aún es más difícil. Confiamos de forma excesiva en las ramas que vamos agarrando con nuestras manos y conseguimos llegar a nuestra meta. Ahora sí me lo he ganado, me quito el pantalón y me vuelvo a meter. Estamos ahí un rato. Los canadienses sacan una lata de coca-cola y una botella de plástico conteniendo ron en su interior y nos ofrecen. José se saca un cigarro. Álvaro se agarra a la cuerda y se tira. Las chicas jóvenes que hay se suben a las rocas y se plantean durante largos minutos si tirarse o no. (Me acuerdo de Mar a dentro.)Yo disfruto, aunque sin olvidarme de que son las 5 p.m., así que no nos podemos encantar para que no se nos haga de noche. Deshacemos el camino andado, y la verdad, estoy cansada. De hecho los tres estamos muy cansados.
José se va directamente al hostal mientras Alvarico y yo disfrutamos de la playa, que parece que las olas estén más relajadas. Se está perfecto. Hablamos de lo afortunados que somos y de qué táctica utilizar para ligar por la noche; y cuando nos cansamos, nos vamos al hostal.
Me meto en la ducha y siete kilos de arena negra salen de todas las partes de mi cuerpo. Me cambio, y cuando todos estamos listos nos vamos a cenar. No queremos más Gallo Pinto, lo estamos empezando a aborrecer y a penas llevamos una semana. Suena mal, pero esa noche cenamos pizza más a gusto que si estuviéramos en Italia. Las birras se calientan tan rápido que da lástima. Ahora ya entiendo porque le ponen hielo a la cerveza. Han leido bien, le ponen hielo a la cerveza.
Compramos en la tienda pequeñita una botella de ron Flor de Caña, coca-cola y hielos, y nos quedamos en la calle, donde hay un ambiente impresionante. La mayoría son bastante hippies, así que a mi me encanta. Hay hasta alguno que baila cariocas de fuego. Estamos muy cansados, así que no pensamos aguantar mucho esa noche. De repente y sin darnos cuenta, en cuestión de unos segundos empieza a llover superfuerte, así que nos resguardamos como podemos y continuamos nuestro botellón. Cuando lo acabamos, Álvaro, que es un poco playito, decide irse a dormir; dice que no puede más (*Apunte: playo es maricón). José y yo lo tenemos claro, quien es bueno para escalar montañas es bueno para pegarse la rave, así que nos metemos al bar. Bailamos un poco y disimuladamente conseguimos hacernos sitio debajo del ventilador. Cuando llevamos un rato José se va al baño y un tico aprovecha para tirarme a la yugular. Lo tienen todo calculado, los máquinas. Me da conversación y al final hasta me cae bien. Me pregunta si bailo, pero como no tenía yo el cuerpo pa jotas ni me apetecía hacerme amigos le sorprendo con mi mejor baile: cojo mi pie derecho con mi mano derecha y me pongo a dar vueltas en círculo mientras saco la lengua como si me faltara un hervor. Le encanta. Le explico que es el baile que siempre hace mi amiga Ortopédica y veo a José apoyado en la barra; quien había visto el percal y decidió hacerse a un lado para dejar la pista libre.
El chico tico se llama José, así que presento a los tocayos y nos vamos al jardín a fumar. Nuestro nuevo amigo parece majo, pero fíate tú de los ticos, qué labia tienen. Más que yo, y eso que ya es decir. Me da su número y José consigue el número de otra tica, así que nos vamos a dormir contentos.
Al día siguiente nos bañamos por última vez en la playa paradisiaca, cogemos el bus a las 2 p.m. y llegamos a nuestra casita de Cartago a las 11 p.m. Un largo viaje.
Seguro que estoy olvidando mil cosas, y otras tantas que omito; así que si quieren saber bien lo que es Montezuma, no duden y vengan; porque merece la pena.
La orilla termina en unas palmeras y árboles de naturaleza increíble; y el cielo allí está más bien nublado; aunque es bastante recomendable ponerse crema porque sol hay para largo.
Me meto al agua con unas ganas que no podía aguantar, pero me doy cuenta de que esta playa no es cómoda. Me explico, las olas son muy grandes, y sin querer tienen tanta fuerza que te empujan y no dejan que te hagas con el control de tu propio cuerpo; así que hay que estar pendiente de que no te pille una mientras estás despistado, porque sino prepárate a tragar agua salada mientras intentas no perder el traje de baño. Como yo.
Después de un rato de ejercicio físico peleando contra las olas me salgo a disfrutar más tranquilamente del paisaje. José, como se había levantado antes, había estado investigando y le habían avisado de que había unas cascadas. Anda,¿si? Qué twanis, vamos para allí. (*Apunte: Twanis es como chiva, algo que mola, que es guay).
Nos vamos hacia allí y a mi me da un poco de miedo resbalarme, ya que las sandalias que llevo son de todo menos apropiadas. El agua que baja por ahí está marrón, así que tampoco sabes lo que puede haber por ahí debajo. Con ayuda de mis compañeros consigo hacerlo más o menos bien.
Llegamos a un punto donde no sabemos cómo continuar, así que decidimos escalar una montaña imaginando que la cascada está por ahí. A mi me entra un poco de miedo, y no me veo capaz de hacerlo. En una de esas me voy a apoyar en un árbol y Álvaro consigue avisarme que no lo haga. Menos mal, era un árbol con pinchos, ¡Qué cabrón el árbol! Así que me medio pincho un poco el dedo, pero no es nada, menos mal que no pongo la mano entera, si no se me hubiera quedado como un colador.
Al final consigo escalar mientras no paro de quejarme, ¿y todo para que? Para nada, por ahí no se va a las cascadas. Hemos llegado a una carretera con una cuesta como la de la calle Palomar. Nos ponemos a subir y preguntamos a dos que bajan en moto, quienes nos chillan cuesta abajo que estamos confundidos. Así que lo damos por visto y nos volvemos a comer. Estábamos algo cansados, eso era porque no sabíamos la que nos quedaba aún… Nos pedimos nuestro plato de casado de pescado; eso es: arroz, frijoles, ensalada y corvina (exquisito).
Hace una calor impresionante, yo estoy todo el día sudando, (qué manera de sudar, por Dios), así que comemos en bañador. Con la tripa bien llena nos enteramos bien del paradero de las cascadas y nos aventuramos (de nuevo) hacia allí. Definitivamente decido jugármela, me quito las sandalias y comienzo a andar descalza. El camino cada vez es más complicado, ya no hay que saltar de roca en roca entre el agua, sino que hay que escalar montañas. Cada vez más difíciles de superar, así que mis sandalias en mi mano se empiezan a convertir en estorbo. Llega un momento donde me planteo dejarlas a mitad de camino. Le pillo el truco y me las pongo en la mano como si fueran pulseras (parezco un superhéroe a punto de metamorfosearme) y rezo para que no me pique ningún animal.
Llegamos a la primera cascada. Es muy grande y hay mucha agua, ya que estamos en época de lluvias, es por eso que baja tan revuelta y turbia. Vemos unos chicos de no más de 17 de edad que han conseguido llegar a la cascada y están sentados detrás de ella. Me da miedo, pero me quito el pantalón y me meto sin pensármelo dos veces; al fin y al cabo estaba empapada en sudor y a los gringos no les había pasado nada. El agua está fresca, buenísima.
José es un valiente y se mete en la cascada, se queda allí dentro mientras Álvaro y yo meditamos si hacer lo mismo. Lo hacemos. Vamos cuidadosamente agarrándonos por las rocas hasta que conseguimos estar muy próximos a la cascada. Cada vez cuesta más agarrarse por la corriente del agua. También por el ruido tan fuerte que tanto aturde y el agua que casi no deja abrir los ojos. Me meto. Estoy muy nerviosa porque nunca he tenido una experiencia así, me da miedo, pero a la vez me gusta. Pero no me gusta. Después de un segundo ahí dentro me agobio. Respirar es un poco difícil por el agua, e intentar ver algo también. Oigo que José dice que se va a salir de la cascada, así que le pido, con el hilo de voz que me sale, que me ayude a salir también. Me encantó la sensación durante y después.
Unos canadienses nos preguntan si sabemos cómo ir a las otras cascadas, así que vamos con ellos a investigar el camino. Este aún es más difícil. Confiamos de forma excesiva en las ramas que vamos agarrando con nuestras manos y conseguimos llegar a nuestra meta. Ahora sí me lo he ganado, me quito el pantalón y me vuelvo a meter. Estamos ahí un rato. Los canadienses sacan una lata de coca-cola y una botella de plástico conteniendo ron en su interior y nos ofrecen. José se saca un cigarro. Álvaro se agarra a la cuerda y se tira. Las chicas jóvenes que hay se suben a las rocas y se plantean durante largos minutos si tirarse o no. (Me acuerdo de Mar a dentro.)Yo disfruto, aunque sin olvidarme de que son las 5 p.m., así que no nos podemos encantar para que no se nos haga de noche. Deshacemos el camino andado, y la verdad, estoy cansada. De hecho los tres estamos muy cansados.
José se va directamente al hostal mientras Alvarico y yo disfrutamos de la playa, que parece que las olas estén más relajadas. Se está perfecto. Hablamos de lo afortunados que somos y de qué táctica utilizar para ligar por la noche; y cuando nos cansamos, nos vamos al hostal.
Me meto en la ducha y siete kilos de arena negra salen de todas las partes de mi cuerpo. Me cambio, y cuando todos estamos listos nos vamos a cenar. No queremos más Gallo Pinto, lo estamos empezando a aborrecer y a penas llevamos una semana. Suena mal, pero esa noche cenamos pizza más a gusto que si estuviéramos en Italia. Las birras se calientan tan rápido que da lástima. Ahora ya entiendo porque le ponen hielo a la cerveza. Han leido bien, le ponen hielo a la cerveza.
Compramos en la tienda pequeñita una botella de ron Flor de Caña, coca-cola y hielos, y nos quedamos en la calle, donde hay un ambiente impresionante. La mayoría son bastante hippies, así que a mi me encanta. Hay hasta alguno que baila cariocas de fuego. Estamos muy cansados, así que no pensamos aguantar mucho esa noche. De repente y sin darnos cuenta, en cuestión de unos segundos empieza a llover superfuerte, así que nos resguardamos como podemos y continuamos nuestro botellón. Cuando lo acabamos, Álvaro, que es un poco playito, decide irse a dormir; dice que no puede más (*Apunte: playo es maricón). José y yo lo tenemos claro, quien es bueno para escalar montañas es bueno para pegarse la rave, así que nos metemos al bar. Bailamos un poco y disimuladamente conseguimos hacernos sitio debajo del ventilador. Cuando llevamos un rato José se va al baño y un tico aprovecha para tirarme a la yugular. Lo tienen todo calculado, los máquinas. Me da conversación y al final hasta me cae bien. Me pregunta si bailo, pero como no tenía yo el cuerpo pa jotas ni me apetecía hacerme amigos le sorprendo con mi mejor baile: cojo mi pie derecho con mi mano derecha y me pongo a dar vueltas en círculo mientras saco la lengua como si me faltara un hervor. Le encanta. Le explico que es el baile que siempre hace mi amiga Ortopédica y veo a José apoyado en la barra; quien había visto el percal y decidió hacerse a un lado para dejar la pista libre.
El chico tico se llama José, así que presento a los tocayos y nos vamos al jardín a fumar. Nuestro nuevo amigo parece majo, pero fíate tú de los ticos, qué labia tienen. Más que yo, y eso que ya es decir. Me da su número y José consigue el número de otra tica, así que nos vamos a dormir contentos.
Al día siguiente nos bañamos por última vez en la playa paradisiaca, cogemos el bus a las 2 p.m. y llegamos a nuestra casita de Cartago a las 11 p.m. Un largo viaje.
Seguro que estoy olvidando mil cosas, y otras tantas que omito; así que si quieren saber bien lo que es Montezuma, no duden y vengan; porque merece la pena.